Cette illustration est un petit clin d'œil à celle qui se reconnaîtra. Expérience idiote… stupid cat…
Lors de notre rencontre avec Sophie, jeudi dernier, il a été question de l'éventualité de traduire depuis une autre langue que la langue de départ. Elle parlait, je crois, de la traduction en portugais d'un roman écrit en suédois… mais à partir d'une version française. Évidemment, ça paraissait plus simple ! Imaginez nos cris d'horreur et nos mines désapprobatrices. Le dégoût absolu a soulevé nos cœurs…
Alors pour étayer la réflexion, je vous propose une expérience idiote, pour pousser jusqu'à ses dernières limites absurdes autant que malhonnêtes le genre de projets de traduction évoqué plus haut : le texte qui suit est d'un auteur français (raison pour laquelle je gomme volontairement le nom des personnages… ce serait trop limpide). À vous d'en faire une traduction à partir de la version espagnole. Il va de soi que je vous donnerai ensuite l'original français… « officiel ».
Recuerdo, como si fuera ayer, la entrada del joven R. en mi habitación aquella mañana. Serían las ocho, y todavía estaba en la cama, leyendo el artículo de Le Matin referente al crimen del Glandier.
Pero, antes que nada, llegó el momento de que les presente a mi amigo.
Conocí a R. cuando él era un modesto reportero. En aquella época, yo debutaba como abogado y, a menudo, tenía ocasión de encontrarlo en los despachos de los jueces de instrucción, cuando yo iba a pedir un "pase" para Mazas o para Saint-Lazare. Tenía, como suele decirse, "un buen balero". Su cabeza era redonda como una bola de billar y, por eso, pensaba yo, sus compañeros de la prensa le habían puesto ese apodo, destinado a hacerse famoso: " ¡R.!", "¿Has visto a R. ?", "¡Ahí está ese `dichoso' R.!". En general, estaba colorado como un tomate, a veces alegre como unas castañuelas, otras serio como un papa. ¿Cómo, siendo tan joven -cuando lo vi por primera vez, tenía dieciséis años y medio-, ya se ganaba la vida en la prensa? Esto es lo que uno habría podido preguntarse si no fuera porque todos los que se le acercaban estaban al tanto de sus comienzos. Cuando ocurrió el caso de la mujer descuartizada de la calle Oberkampf -otra historia caída en el olvido- le había llevado al redactor en jefe de L´Époque, diario que entonces rivalizaba en informaciones con Le Matin, el pie izquierdo que faltaba en el canasto en donde habían sido encontrados los tétricos despojos. Durante ocho días, la policía había buscado en vano ese pie izquierdo, y el joven R. lo encontró en una alcantarilla donde a ninguno se le había ocurrido buscar. Para eso, tuvo que integrar un equipo de alcantarilleros ocasionales, que la administración de la ciudad de París había contratado a raíz de los daños causados por una excepcional crecida del Sena.
Cuando el redactor en jefe se encontró en posesión del preciado pie y comprendió las inteligentes deducciones que un niño había realizado para descubrirlo, se sintió dividido entre la admiración que le causaba tanta astucia policíaca en un cerebro de dieciséis años, y la alegría de poder exhibir, en la "vitrina de despojos mortales" del diario, el pie izquierdo de la calle Oberkampf.
-Con este pie -exclamó-, haré un artículo de primera plana.
Luego, después de confiar el siniestro paquete al médico forense afectado a la redacción de L´Époque, le preguntó a quien pronto sería R. cuánto quería ganar por formar parte, en calidad de gacetillero, de la sección de información general.
-Doscientos francos por mes -respondió modestamente el muchacho, sorprendido hasta la sofocación ante semejante propuesta.
-Recibirá doscientos cincuenta -prosiguió el redactor en jefe-, pero tendrá que declarar a todo el mundo que forma parte del diario desde hace un mes. Que quede claro que no fue usted quien descubrió el pie izquierdo de la calle Oberkampf, sino el diario L´Époque. ¡Aquí, mi amigo, el individuo no es nada; el diario es todo!
Luego de lo cual, le pidió al nuevo redactor que se retirara. En el umbral de la puerta, lo detuvo para preguntarle el nombre. El joven respondió:
-Joseph Joséphin.
-Eso no es un nombre -exclamó el redactor en jefe-, pero como usted no firma, no tiene importancia...
El Imberbe redactor hizo, de inmediato, muchos amigos, porque era servicial y estaba dotado de un buen humor que encantaba a los más gruñones y desarmaba a los más envidiosos. En el café del Colegio de Abogados, donde los reporteros de policiales se reunían antes de subir a la Fiscalía o a la Prefectura para buscar su crimen cotidiano, comen¬zó a tener fama de listo, la que pronto le abrió las puertas de la oficina del jefe de la Súreté. Cuando un caso valía la pena y R. -ya le habían puesto su sobrenombre- había sido lanzado al campo de batalla por su redactor en jefe, a menudo les ganaba la partida a los inspectores más renombrados.
Alors pour étayer la réflexion, je vous propose une expérience idiote, pour pousser jusqu'à ses dernières limites absurdes autant que malhonnêtes le genre de projets de traduction évoqué plus haut : le texte qui suit est d'un auteur français (raison pour laquelle je gomme volontairement le nom des personnages… ce serait trop limpide). À vous d'en faire une traduction à partir de la version espagnole. Il va de soi que je vous donnerai ensuite l'original français… « officiel ».
Recuerdo, como si fuera ayer, la entrada del joven R. en mi habitación aquella mañana. Serían las ocho, y todavía estaba en la cama, leyendo el artículo de Le Matin referente al crimen del Glandier.
Pero, antes que nada, llegó el momento de que les presente a mi amigo.
Conocí a R. cuando él era un modesto reportero. En aquella época, yo debutaba como abogado y, a menudo, tenía ocasión de encontrarlo en los despachos de los jueces de instrucción, cuando yo iba a pedir un "pase" para Mazas o para Saint-Lazare. Tenía, como suele decirse, "un buen balero". Su cabeza era redonda como una bola de billar y, por eso, pensaba yo, sus compañeros de la prensa le habían puesto ese apodo, destinado a hacerse famoso: " ¡R.!", "¿Has visto a R. ?", "¡Ahí está ese `dichoso' R.!". En general, estaba colorado como un tomate, a veces alegre como unas castañuelas, otras serio como un papa. ¿Cómo, siendo tan joven -cuando lo vi por primera vez, tenía dieciséis años y medio-, ya se ganaba la vida en la prensa? Esto es lo que uno habría podido preguntarse si no fuera porque todos los que se le acercaban estaban al tanto de sus comienzos. Cuando ocurrió el caso de la mujer descuartizada de la calle Oberkampf -otra historia caída en el olvido- le había llevado al redactor en jefe de L´Époque, diario que entonces rivalizaba en informaciones con Le Matin, el pie izquierdo que faltaba en el canasto en donde habían sido encontrados los tétricos despojos. Durante ocho días, la policía había buscado en vano ese pie izquierdo, y el joven R. lo encontró en una alcantarilla donde a ninguno se le había ocurrido buscar. Para eso, tuvo que integrar un equipo de alcantarilleros ocasionales, que la administración de la ciudad de París había contratado a raíz de los daños causados por una excepcional crecida del Sena.
Cuando el redactor en jefe se encontró en posesión del preciado pie y comprendió las inteligentes deducciones que un niño había realizado para descubrirlo, se sintió dividido entre la admiración que le causaba tanta astucia policíaca en un cerebro de dieciséis años, y la alegría de poder exhibir, en la "vitrina de despojos mortales" del diario, el pie izquierdo de la calle Oberkampf.
-Con este pie -exclamó-, haré un artículo de primera plana.
Luego, después de confiar el siniestro paquete al médico forense afectado a la redacción de L´Époque, le preguntó a quien pronto sería R. cuánto quería ganar por formar parte, en calidad de gacetillero, de la sección de información general.
-Doscientos francos por mes -respondió modestamente el muchacho, sorprendido hasta la sofocación ante semejante propuesta.
-Recibirá doscientos cincuenta -prosiguió el redactor en jefe-, pero tendrá que declarar a todo el mundo que forma parte del diario desde hace un mes. Que quede claro que no fue usted quien descubrió el pie izquierdo de la calle Oberkampf, sino el diario L´Époque. ¡Aquí, mi amigo, el individuo no es nada; el diario es todo!
Luego de lo cual, le pidió al nuevo redactor que se retirara. En el umbral de la puerta, lo detuvo para preguntarle el nombre. El joven respondió:
-Joseph Joséphin.
-Eso no es un nombre -exclamó el redactor en jefe-, pero como usted no firma, no tiene importancia...
El Imberbe redactor hizo, de inmediato, muchos amigos, porque era servicial y estaba dotado de un buen humor que encantaba a los más gruñones y desarmaba a los más envidiosos. En el café del Colegio de Abogados, donde los reporteros de policiales se reunían antes de subir a la Fiscalía o a la Prefectura para buscar su crimen cotidiano, comen¬zó a tener fama de listo, la que pronto le abrió las puertas de la oficina del jefe de la Súreté. Cuando un caso valía la pena y R. -ya le habían puesto su sobrenombre- había sido lanzado al campo de batalla por su redactor en jefe, a menudo les ganaba la partida a los inspectores más renombrados.
***
Brigitte nous apporte sa contribution à l'expérience idiote :
(« Je me suis prêtée à "L'expérience idiote" proposée.
L'histoire racontée me dit quelque chose... J'ai vaguement souvenir d'un film aussi qui racontait le même genre d'histoire...Ca ne serait pas un roman de Balzac ou peut-être de Zola ? »)
Je me souviens, comme si c’était hier, de l’arrivée du jeune R. dans ma chambre ce matin-là. Il devait être huit heures, et j’étais encore au lit, en train de lire l’article du Matin qui parlait au crime de Glandier.
Mais, avant toute chose, le moment est venu de vous présenter mon ami.
J’avais connu R. alors qu’il était un modeste reporter. A cette époque, je faisais mes débuts d’avocat et, très souvent, j’avais l’occasion de le croiser dans les bureaux des juges d’instruction, quand j’allais demander un laissez-passer pour Mazas ou pour Saint-Lazare. Il avait, comme on a coutume de le dire, une «bonne bouille». Sa tête était aussi ronde qu’une boule de billard et c’est sans doute pour cette raison – du moins, je crois – que ses amis journalistes l’avaient affublé de ce sobriquet, destiné à le rendre célèbre : « R ! », « Tu as vu R. ? », « Ah, voilà notre R ! ». En général, il devenait rouge comme une tomate, parfois gai comme un pinson, et d’autres fois sérieux comme un pape. Comment, encore si jeune- il avait seize ans et demi la première fois que je l’avais rencontré – pouvait-il déjà gagner sa vie dans la presse ? Voilà la question que quiconque pouvait se pose excepté ceux qui le côtoyaient et qui connaissaient l’histoire de ses débuts. Quand l’affaire de la femme découpée de la rue Oberkampf– encore une affaire tombée dans l’oubli –il avait apporté au rédacteur en chef de L’Epoque, journal alors concurrent du Matin, le pied gauche qui manquait dans le sac où avaient été découverts les restes morbides. Pendant huit jours, la police avait cherché en vain ce pied gauche, et le jeune R. l’avait trouvé dans un égout où personne n’aurait eu l’idée d’aller chercher. Pour ce faire, il avait du intégrer une équipe d’égouttiers occasionnels, que l’administration de la ville de Paris avait embauchés suite aux dégâts provoqués par une crue exceptionnelle de la Seine.
Quand le rédacteur en chef se trouva en possession du précieux pied et qu’il comprit alors les déductions judicieuses faites par un gamin pour le découvrir, il se sentit partagé entre l’admiration que lui inspirait un tel flair de policier dans un cerveau de seize ans, et la joie de pouvoir exhiber, dans la « vitrine des restes mortels » du journal, le pied gauche de la rue Oberkampf.
- Avec ce pied, s’était-il exclamé, je vais faire la une.
Ensuite, après avoir confié le sinistre colis au médecin légiste affecté à la rédaction de L’Epoque, il demanda à celui qui bientôt s’appellerait R. combien il aimerait gagner pour faire partie de la rubrique actualités, en tant que pigiste.
- Deux cents francs par mois – avait répondu modestement le garçon, se pâmant d’étonnement face à une telle proposition.
- Vous aurez deux cent cinquante – poursuivit le rédacteur en chef-, mais il vous faudra dire à tout le monde que vous ne travaillez au journal que depuis un mois, qu’il soit bien clair que ce n’est pas vous qui avez découvert le pied gauche de la rue Oberkampf, mais bien le journal L’Epoque. Ici, mon ami, l’individu n’est rien ; le journal est tout !
Après quoi, il demanda au nouveau rédacteur de se retirer. Sur le seuil de la porte, il l’arrêta pour lui demander son nom. Le jeune homme répondit :
- Joseph Joséphin.
- Ce n’est pas un nom, ça ! – s’exclama le rédacteur en chef – mais comme vous ne signez pas, ça n’a aucune importance…
Le jeune rédacteur se fit tout de suite de nombreux amis car il était serviable et avait le sens de l’humour ce qui enchantait les plus grognons et désarmait les plus envieux. Au bar du Collège des Avocats, où les journalistes enquêteurs se réunissaient avant de monter chercher leur crime quotidien chez le juge ou à la Préfecture, il commença à avoir une réputation de fin limier, ce qui lui ouvrit très vite les portes du bureau du Chef de la Sûreté. Quand une affaire en valait la peine et que R – on lui avait déjà attribué son surnom – était envoyé sur le terrain par son rédacteur en chef, très souvent il damait le pion aux inspecteurs de plus grand renom.
(« Je me suis prêtée à "L'expérience idiote" proposée.
L'histoire racontée me dit quelque chose... J'ai vaguement souvenir d'un film aussi qui racontait le même genre d'histoire...Ca ne serait pas un roman de Balzac ou peut-être de Zola ? »)
Je me souviens, comme si c’était hier, de l’arrivée du jeune R. dans ma chambre ce matin-là. Il devait être huit heures, et j’étais encore au lit, en train de lire l’article du Matin qui parlait au crime de Glandier.
Mais, avant toute chose, le moment est venu de vous présenter mon ami.
J’avais connu R. alors qu’il était un modeste reporter. A cette époque, je faisais mes débuts d’avocat et, très souvent, j’avais l’occasion de le croiser dans les bureaux des juges d’instruction, quand j’allais demander un laissez-passer pour Mazas ou pour Saint-Lazare. Il avait, comme on a coutume de le dire, une «bonne bouille». Sa tête était aussi ronde qu’une boule de billard et c’est sans doute pour cette raison – du moins, je crois – que ses amis journalistes l’avaient affublé de ce sobriquet, destiné à le rendre célèbre : « R ! », « Tu as vu R. ? », « Ah, voilà notre R ! ». En général, il devenait rouge comme une tomate, parfois gai comme un pinson, et d’autres fois sérieux comme un pape. Comment, encore si jeune- il avait seize ans et demi la première fois que je l’avais rencontré – pouvait-il déjà gagner sa vie dans la presse ? Voilà la question que quiconque pouvait se pose excepté ceux qui le côtoyaient et qui connaissaient l’histoire de ses débuts. Quand l’affaire de la femme découpée de la rue Oberkampf– encore une affaire tombée dans l’oubli –il avait apporté au rédacteur en chef de L’Epoque, journal alors concurrent du Matin, le pied gauche qui manquait dans le sac où avaient été découverts les restes morbides. Pendant huit jours, la police avait cherché en vain ce pied gauche, et le jeune R. l’avait trouvé dans un égout où personne n’aurait eu l’idée d’aller chercher. Pour ce faire, il avait du intégrer une équipe d’égouttiers occasionnels, que l’administration de la ville de Paris avait embauchés suite aux dégâts provoqués par une crue exceptionnelle de la Seine.
Quand le rédacteur en chef se trouva en possession du précieux pied et qu’il comprit alors les déductions judicieuses faites par un gamin pour le découvrir, il se sentit partagé entre l’admiration que lui inspirait un tel flair de policier dans un cerveau de seize ans, et la joie de pouvoir exhiber, dans la « vitrine des restes mortels » du journal, le pied gauche de la rue Oberkampf.
- Avec ce pied, s’était-il exclamé, je vais faire la une.
Ensuite, après avoir confié le sinistre colis au médecin légiste affecté à la rédaction de L’Epoque, il demanda à celui qui bientôt s’appellerait R. combien il aimerait gagner pour faire partie de la rubrique actualités, en tant que pigiste.
- Deux cents francs par mois – avait répondu modestement le garçon, se pâmant d’étonnement face à une telle proposition.
- Vous aurez deux cent cinquante – poursuivit le rédacteur en chef-, mais il vous faudra dire à tout le monde que vous ne travaillez au journal que depuis un mois, qu’il soit bien clair que ce n’est pas vous qui avez découvert le pied gauche de la rue Oberkampf, mais bien le journal L’Epoque. Ici, mon ami, l’individu n’est rien ; le journal est tout !
Après quoi, il demanda au nouveau rédacteur de se retirer. Sur le seuil de la porte, il l’arrêta pour lui demander son nom. Le jeune homme répondit :
- Joseph Joséphin.
- Ce n’est pas un nom, ça ! – s’exclama le rédacteur en chef – mais comme vous ne signez pas, ça n’a aucune importance…
Le jeune rédacteur se fit tout de suite de nombreux amis car il était serviable et avait le sens de l’humour ce qui enchantait les plus grognons et désarmait les plus envieux. Au bar du Collège des Avocats, où les journalistes enquêteurs se réunissaient avant de monter chercher leur crime quotidien chez le juge ou à la Préfecture, il commença à avoir une réputation de fin limier, ce qui lui ouvrit très vite les portes du bureau du Chef de la Sûreté. Quand une affaire en valait la peine et que R – on lui avait déjà attribué son surnom – était envoyé sur le terrain par son rédacteur en chef, très souvent il damait le pion aux inspecteurs de plus grand renom.
***
Et pour finir, le texte original de Gaston Leroux… à comparer avec la traduction espagnole et la traduction française de la traduction espagnole par Brigitte :
Je me souviens, comme si la chose s’était passée hier, de l’entrée du jeune Rouletabille, dans ma chambre, ce matin-là. Il était environ huit heures, et j’étais encore au lit, lisant l’article du Matin, relatif au crime du Glandier. Mais, avant toute autre chose, le moment est venu de vous présenter mon ami.
J’ai connu Joseph Rouletabille quand il était petit reporter. À cette époque, je débutais au barreau et j’avais souvent l’occasion de le rencontrer dans les couloirs des juges d’instruction, quand j’allais demander un « permis de communiquer » pour Mazas ou pour Saint-Lazare. Il avait, comme on dit, « une bonne balle ». Il semblait avoir pris sa tête, ronde comme un boulet, dans une boîte à billes, et c’est de là, pensai-je, que ses camarades de la presse du palais, déterminés joueurs de billard, lui avaient donné ce surnom qui devait lui rester et qu’il devait illustrer.
« Rouletabille ! –As-tu vu Rouletabille ! – Tiens ! Voilà ce sacré Rouletabille ! » Il était toujours rouge comme une tomate, tantôt gai comme un pinson, et tantôt sérieux comme un pape. Comment, si jeune – il avait, quand je le vis pour la première fois, seize ans et demi – gagnait-il déjà sa vie dans la presse ? Voilà ce qu’on eût pu se demander si tous ceux qui l’approchaient n’avaient été au courant de ses débuts. Lors de l’affaire de la femme coupée en morceaux de la rue Oberkampf – encore une histoire bien oubliée – il avait apporté au rédacteur en chef de l’Époque, journal qui était alors en rivalité d’informations avec le Matin, le pied gauche qui manquait dans le panier où furent découverts les lugubres débris. Ce pied gauche, la police le cherchait en vain depuis huit jours, et le jeune Rouletabille l’avait trouvé dans un égout où personne n’avait eu l’idée de l’y aller chercher. Il lui avait fallu, pour cela, s’engager dans une équipe d’égoutiers d’occasion que l’administration de la ville de Paris avait réquisitionnée à la suite des dégâts causés par une exceptionnelle crue de la Seine.
Quand le rédacteur en chef fut en possession du précieux pied et qu’il eut compris par quelle suite d’intelligentes déductions un enfant avait été amené à le découvrir, il fut partagé entre l’admiration que lui causait tant d’astuce policière dans un cerveau de seize ans, et l’allégresse de pouvoir exhiber, à la morgue-vitrine du journal, le pied gauche de la rue Oberkampf.
« Avec ce pied, s’écria-t-il, je ferai un article de tête. »
Puis, quand il eut confié le sinistre colis au médecin-légiste attaché à la rédaction de l’Époque, il demanda à celui qui allait être bientôt Rouletabille ce qu’il voulait gagner pour faire partie, en qualité de petit reporter, du service des « faits divers »,
« Deux cents francs par mois, fit modestement le jeune homme, surpris jusqu’à la suffocation d’une pareille proposition.
« Vous en aurez deux cent cinquante, repartit le rédacteur en chef ; seulement vous déclarerez à tout le monde que vous faites partie de la rédaction depuis un mois. Qu’il soit bien entendu que ce n’est pas vous qui avez découvert le pied gauche de la rue Oberkampf, mais le journal l’Époque. Ici, mon petit ami, l’individu n’est rien ; le journal est tout ! Sur quoi il pria le nouveau rédacteur de se retirer. Sur le seuil de la porte, il le retint cependant pour lui demander son nom. L’autre répondit :
« Joseph Joséphin.
– Ça n’est pas un nom, ça, fit le rédacteur en chef, mais puisque vous ne signez pas, ça n’a pas d’importance... »
Tout de suite, le rédacteur imberbe se fit beaucoup d’amis, car il était serviable et doué d’une bonne humeur qui enchantait les plus grognons, et désarma les plus jaloux. Au café du barreau où les reporters de faits divers se réunissaient alors avant de monter au parquet ou à la préfecture chercher leur crime quotidien, il commença de se faire une réputation de débrouillard qui franchit bientôt les portes mêmes du cabinet du chef de la Sûreté ! Quand une affaire en valait la peine et que Rouletabille – il était déjà en possession de son surnom – avait été lancé sur la piste de guerre par son rédacteur en chef, il lui arrivait souvent de « damer le pion » aux inspecteurs les plus renommés.
Je me souviens, comme si la chose s’était passée hier, de l’entrée du jeune Rouletabille, dans ma chambre, ce matin-là. Il était environ huit heures, et j’étais encore au lit, lisant l’article du Matin, relatif au crime du Glandier. Mais, avant toute autre chose, le moment est venu de vous présenter mon ami.
J’ai connu Joseph Rouletabille quand il était petit reporter. À cette époque, je débutais au barreau et j’avais souvent l’occasion de le rencontrer dans les couloirs des juges d’instruction, quand j’allais demander un « permis de communiquer » pour Mazas ou pour Saint-Lazare. Il avait, comme on dit, « une bonne balle ». Il semblait avoir pris sa tête, ronde comme un boulet, dans une boîte à billes, et c’est de là, pensai-je, que ses camarades de la presse du palais, déterminés joueurs de billard, lui avaient donné ce surnom qui devait lui rester et qu’il devait illustrer.
« Rouletabille ! –As-tu vu Rouletabille ! – Tiens ! Voilà ce sacré Rouletabille ! » Il était toujours rouge comme une tomate, tantôt gai comme un pinson, et tantôt sérieux comme un pape. Comment, si jeune – il avait, quand je le vis pour la première fois, seize ans et demi – gagnait-il déjà sa vie dans la presse ? Voilà ce qu’on eût pu se demander si tous ceux qui l’approchaient n’avaient été au courant de ses débuts. Lors de l’affaire de la femme coupée en morceaux de la rue Oberkampf – encore une histoire bien oubliée – il avait apporté au rédacteur en chef de l’Époque, journal qui était alors en rivalité d’informations avec le Matin, le pied gauche qui manquait dans le panier où furent découverts les lugubres débris. Ce pied gauche, la police le cherchait en vain depuis huit jours, et le jeune Rouletabille l’avait trouvé dans un égout où personne n’avait eu l’idée de l’y aller chercher. Il lui avait fallu, pour cela, s’engager dans une équipe d’égoutiers d’occasion que l’administration de la ville de Paris avait réquisitionnée à la suite des dégâts causés par une exceptionnelle crue de la Seine.
Quand le rédacteur en chef fut en possession du précieux pied et qu’il eut compris par quelle suite d’intelligentes déductions un enfant avait été amené à le découvrir, il fut partagé entre l’admiration que lui causait tant d’astuce policière dans un cerveau de seize ans, et l’allégresse de pouvoir exhiber, à la morgue-vitrine du journal, le pied gauche de la rue Oberkampf.
« Avec ce pied, s’écria-t-il, je ferai un article de tête. »
Puis, quand il eut confié le sinistre colis au médecin-légiste attaché à la rédaction de l’Époque, il demanda à celui qui allait être bientôt Rouletabille ce qu’il voulait gagner pour faire partie, en qualité de petit reporter, du service des « faits divers »,
« Deux cents francs par mois, fit modestement le jeune homme, surpris jusqu’à la suffocation d’une pareille proposition.
« Vous en aurez deux cent cinquante, repartit le rédacteur en chef ; seulement vous déclarerez à tout le monde que vous faites partie de la rédaction depuis un mois. Qu’il soit bien entendu que ce n’est pas vous qui avez découvert le pied gauche de la rue Oberkampf, mais le journal l’Époque. Ici, mon petit ami, l’individu n’est rien ; le journal est tout ! Sur quoi il pria le nouveau rédacteur de se retirer. Sur le seuil de la porte, il le retint cependant pour lui demander son nom. L’autre répondit :
« Joseph Joséphin.
– Ça n’est pas un nom, ça, fit le rédacteur en chef, mais puisque vous ne signez pas, ça n’a pas d’importance... »
Tout de suite, le rédacteur imberbe se fit beaucoup d’amis, car il était serviable et doué d’une bonne humeur qui enchantait les plus grognons, et désarma les plus jaloux. Au café du barreau où les reporters de faits divers se réunissaient alors avant de monter au parquet ou à la préfecture chercher leur crime quotidien, il commença de se faire une réputation de débrouillard qui franchit bientôt les portes mêmes du cabinet du chef de la Sûreté ! Quand une affaire en valait la peine et que Rouletabille – il était déjà en possession de son surnom – avait été lancé sur la piste de guerre par son rédacteur en chef, il lui arrivait souvent de « damer le pion » aux inspecteurs les plus renommés.
2 commentaires:
Ça me démange de te laisser mariner… mais ce ne serait pas très généreux de ma part, en particulier eu égard à ta participation active à cette expérience effectivement idiote… Voici un indice :
L'auteur est Gaston Leroux.
Le titre ?
Mais c'est ...bien sûr !
LE MYSTERE DE LA CHAMBRE JAUNE et le célèbre ROULETABILLE, comment n'y avais-je pas pensé plus tôt ?
Je comprends enfin, du coup, le "buena bolera" !
Merci Caroline de ne pas m'avoir laissée trop languir ( pour une fois !)
Maintenant, je suis impatiente de lire le texte original en français, forcément...
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