mardi 16 octobre 2012

Projet 2 pour Nadia

Nadia sera donc sur deux fronts, puisqu'en plus de sa nouvelle de C. Droguett, elle traduira « El centinela de la noche » choisit de l'Espagnol Miguel Angel Rodriguez.

EL CENTINELA DE LA NOCHE

Cuarto de prima

Encarna se deslizó dentro de la casa del Sr. Rinzetti a las siete, y cinco del martes. Cinco minutos tarde, rechinaron sus dientes como si se castigase a sí misma. Ella siempre llegaba en hora. No fallaba nunca, en cinco años, clavaba las siete. Menos hoy. Llegar tarde era un síntoma de muerte. Era un síntoma de muerte porque para quien no es importante ser puntual no hay nada que le retenga. Si te da igual no llegar en hora, no hay nada ni nadie que te importe. Qué hay entre el cero y el uno, el infinito y la nada. A las siete llegaba siempre. Desde hacía cinco años.
Llegaba a esa casa triste, o por lo menos ella siempre la veía triste, oscura y desordenada. Parecía deshabitada, desde el primer día que cruzó el umbral de la puerta. A Encarna le recordó el documental sobre el Polo Norte, que echaron ayer después de comer y que vio a trozos entre cabezada y, cabezada. Aquella casa, pensó, era como el invierno allí arriba, sin apenas horas de luz,  más frío que el hielo.
Limpiar una casa es algo bastante matemático. Con los días, vas hallando un recorrido que repites una y otra vez. Encuentras el camino que realice el trabajo de la forma más efectiva en menos tiempo. Para Encarna, era siempre lo mismo, el camino desde que sales de la cama hasta que te marchas de casa, el camino de tu casa al trabajo, el recorrido por los túneles del metro, el lugar en que esperas a que llegue, el mismo vagón, siempre, la salida, la puerta, la llave, el ascensor, hola ¿qué tal, cómo, está usted?, llega tarde, lo sé, no me pise el suelo que acabo de fregar, otra vez lo mismo, lo mismo de siempre. La vida es una rutina de ecuaciones que se van colocando con el tiempo, que son exactas y precisas. La vida es una repetición de patrones.
Encarna husmeó el ambiente. Levantó todas las persianas, abrió las ventanas para que se moviese el alma de aquella casa y encendió la radio.
Le gustaba trabajar escuchando esa voz, esa voz que luego volvía a casa y se sentaba sobre los cojines que ella mullía y se miraba en el espejo que ella limpiaba y se comía la comida que ella preparaba. No siempre se tiene la suerte de limpiar la casa de un locutor. Nunca le había visto, así mejor, pensó. Pero muchas veces le habría gustado tener una emisora desde la que hablarle. Hablarle de cosas, contarle sin parar, sin verle, sin saber que estaba ahí, sin escuchar respuesta, pero intuyéndole. Hablar de cosas, no sé, del polvo que se acumulaba detrás de la televisión, del chino que había visto en el metro al venir a casa, del ficus seco en la terraza, del cuadro que colgaba en el salón con un hombre y una mujer que se besaban, de cómo hacer un buen potaje, de que mañana habría luna llena, de si su barrio estaba cada vez más peligroso, de que le hacía falta detergente.
El Sr. Rinzetti hablaba de un escritor, Oliverio Girondo, hablaba del sueño y de no se qué vanguardias. Ella, mientras, limpió el salón entero. De América y de la situación en Argentina hace un tiempo. Limpió el baño, barrió el pasillo, hizo la cama. De un tal Martín Fierro, ¿o era un grupo?, de Borges. Llegó a la cocina y allí sobre la mesa encontró la comida del día anterior. Intacta. Los cubiertos no estaban ni sucios. No había probado bocado. Al lado del plato, había un libro abierto, en su tapa, Encarna reconoció el nombre del poeta del que hablaba por la radio. Volvió a la página que estaba abierta recansado de los recodos y repliegues y, recovecos y refrotes de lo remanoseado,  leyó el poema y cerro el libro.
Recogió la comida y la tiró a la basura. Se había nublado el cielo cansado hasta el estrabismo mismo de los huesos / de tanto error errante. En los cinco años que llevaba trabajando para él,  nunca se había dejado la comida. Recansadísimo / de tanta tanta estanca remetáfora de la náusea. Encarna no se sintió bien, por qué no había probado su comida. Se apoyó sobre la encimera que se alargó hasta donde sus ojos ya no alcanzaban, sempiternìsimamente, archicansado / en todos los sentidos y contrasentidos su mano resbaló y se sintió caer sobre el frío suelo simplemente cansado del cansancio / del, harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento / y al silencio.
No pasó más de cinco minutos tendida sobre el duro suelo de la, cocina de esa que no era su casa. Al despertar, Encarna recogió el libro del suelo, recorrió el par de metros que le separaban de la mesa. Sentada, leyó una nota a pie del poema escrita por el Sr. Rinzetti. Ya empieza a salir el sol, váyanse a la cama. Agarró un post-it amarillo, cogió un bolígrafo de una lata vieja y escribió. No volveré a esta casa. Pegó la nota en la puerta de la nevera. Recogió su bolso y salió de allí con pasos lentos,  inseguros, apoyándose la vida sobre el pasamanos de la escalera.

Cuarto de la modorra
Laura Serrano deslizaba sus palabras al micrófono de la emisora.
Eran las tres de la mañana de un miércoles oscuro. Para alguien que trabaja de noche la oscuridad es bienvenida. Homogeniza la vida. Hablaba de una receta de su tatarabuela. Un potaje con un ingrediente secreto. La receta, había pasado por todas las mujeres de su familia. Ahora estaba en sus, manos. Su madre se la había entregado poco antes de morirse. Nunca la había cocinado. No tenía a nadie a quien preparársela. Los otros son siempre una excusa para ser uno mismo. Hablaba de la receta, de cómo conseguía alegría y jolgorio en la familia, de cómo los hombres regresaban del trabajo y rendían miradas de gratitud a sus mujeres ante aquel potaje mágico de, ingrediente secreto. No lo revelaría en todo el programa. No había tal ingrediente. Lo inventó nada más empezar a  hablar a la una, pero le divertía pensar en amas de casa insomnes con un papel y un lápiz esperando a conocerlo.
Su programa se llamaba Cuarto del Alba. Los centinelas de la noche solían dividirla en tres cuartos: el cuarto de prima, el cuarto de la modorra y, el último, el cuarto del alba. Eso decía el diccionario de, autoridades y a Laura le gustó como sonaba cuarto del alba. Le gustaba esa, parte de la noche,  el momento más silencioso, cuando ya todos duermen. Su programa correspondía más con el cuarto de la modorra pero a ella no le importaba. Cuarto del alba, se decía mientras cerraba los ojitos y un escalofrío recorría toda su espina dorsal. Laura sabía que el cuarto del alba empezaba hacia el final de su programa y que transcurría casi todo, durante el programa de su compañero Mario Rinzetti.
Mario Rinzetti era un hombre extraño, pensó mientras empezaba a hablar de cómo su abuela mataba a las gallinas para hacer el potaje. Todos los días entraba cinco minutos antes de que acabase su turno y se quedaba, allí sentado, inmóvil, sin decir nada, escuchando cómo despedía el programa. Nunca decía nada. Se había establecido una especie de pacto absurdo por el cual ninguno decía nada. Laura nunca le dio importancia, o, mejor, nunca se había parado a pensarlo, lo omitía. ¿Por qué lo estoy, pensando ahora?, se preguntó, mientras contaba cómo su abuela desplumaba a la gallina. Laura calló durante uno segundos, se había visto sorprendida por sus pensamientos mientras hablaba. No tardó en retomar el hilo, el silencio apenas fue un susto.
Distrajo su mente centrándose en la receta. Imaginó a su abuela, muy pronto, antes de que saliese el sol, encaminarse al corral con pasos decididos. Engañar a la gallina con la sabiduría del que ha repetido la misma acción durante toda la eternidad, y llevarla hasta la cocina.
Cortarle el cuello de una pasada con el cuchillo de carnicero. Esperar paciente a que salga toda la sangre, que no coagule dentro de ella. Echarla, en agua hirviendo para facilitar el trabajo. Desplumarla pluma a pluma.
Afilar el hacha. Dejarla caer sobre el cuello primero, luego trocearla con seguridad y por fin echarla en el agua junto al morcillo y los cachelos que formarían el potaje. Su abuela nada tenía que ver con ella. Ella leía a Baudrillard, su abuela leía la Biblia. No había vuelto al pueblo desde hacía quince años, no sabía si seguía existiendo el pueblo, ni siquiera sabía si seguían existiendo las gallinas. Rió por dentro ante aquella tontería, quizá el próximo programa hablaría de las cosas que son pero no existen. O las cosas que existen pero no son. No sé,  se estaba haciendo un lío.
En ésas estaba cuando dieron las cinco. Ya quedaba poco. Seguía, hablando. Para hablar sin parar sólo hay que pensar en algo distinto de lo, que estás diciendo. Así, las palabras quedan libres para seguir el camino, que ellas elijan. Si les prestas mucha atención acabas llegando a un, callejón sin salida. Es mejor mirar a otro lado para que ellas no se, cohíban. Al final, si no les rindes cuenta,  acaban diciendo mucho más de ti que de la otra manera. Como quedaba poco para acabar, Laura pensó en el cierre del programa en terminar. Intentó visualizar el final. Siempre las mismas palabras para terminar. Son las 5:55 de la mañana, en nombre de todo el equipo se despide Laura Serrano, gracias por escucharnos, esto ha sido Cuarto del alba, ya empieza a salir el sol, váyanse a la cama.

Cuarto del alba
Mario Rinzetti se deslizó dentro del estudio a las 5:55 de la mañana. Estaba cansado. Laura estaba allí. No hay que aplaudir ni nada, no es ningún milagro, ni magia, ni nada del estilo. Laura siempre estaba allí a las 5:55. No es nada especial. Laura hace el programa de una a seis de la madrugada. Por eso está allí siempre. A Rinzetti le gustaba escuchar el final del programa de Laura. Eran siempre las mismas palabras,  siempre las, mismas medidas palabras,  pero se sentía bien. Le daban fuerzas para empezar, el suyo. Para hablar.
Rinzetti empezaba a trabajar cuando Laura decía a los demás que se, fuesen a la cama. Trabajaba durante el sueño de los oyentes de Laura, hablaba en los sueños de los oyentes de Laura, puede que incluso hablase en los sueños de Laura. Su programa era de seis a once de la mañana. Cinco horas,  cinco horas de programa para hablar de lo que él quisiese. A veces, política, a veces deporte, a veces literatura. Lo importante era hablar de lo que fuese. Sus cinco años de periodismo le habían servido para poder hablar a veces de la vida universitaria. Lo importante era hablar. Que no cayese el silencio sobre los que escuchaban. El silencio es el miedo de, este siglo. Nos rodeamos de ruidos para huir y no escucharnos. Un momento, de silencio nos diría quienes somos. En eso se parecía a Laura. Sus, programas eran cinco horas de hablar sin parar. La emisora tenía una política extraña,  no prefijaba los temas de sus programas, lo que importaba era hablar, los insomnes son una audiencia con mucho potencial, por toda la ciudad gente con los ojos como platos mirando al techo de su cuarto sin poder conciliar el sueño. Levantándose y girando el dial, buscando una voz que no se quebrase nunca. Ayer, sin ir más lejos,  Rinzetti hablaba de Oliverio Girondo y, en concreto, de su poema ‘Cansancio’. Cansado estaba él, algo no le había dejado dormir en toda la noche, como un, presentimiento,  algo le angustiaba.
Siempre seguía un horario estricto. Normalmente al salir a las, once del programa volvía a casa directamente, cada día le gustaba menos entretenerse con el mundo,  no se sentía a gusto. Al llegar a casa comía con urgencia, con el hambre del desesperado. La comida la dejaba hecha Encarna, un ama de casa que llevaba trabajando para él cinco años, llegaba cuando él estaba haciendo el programa y se marchaba antes de que volviese, llevaban cinco años sin verse pero seguían manteniendo su relación, quizá no verse fuese la clave. Por la tarde leía, un poco de allí, un poco de allá, un libro, el periódico, un poema, la tarde, el edificio de enfrente. Se distraía con la televisión,  un ensayo, su imagen en el espejo. Leía y meditaba y en torno a media tarde ya tenía decidido de qué iba a hablar al día siguiente. Tampoco tenía que preparar mucho, lo importante era elegir un tema, una idea, un libro, un suceso y empezar a hablar, luego todo venía rodado, lo difícil es el comienzo, luego las palabras se enganchan unas a otras como los rabos de las cerezas, cuando coges una arrastras al resto, detrás. Por la tarde noche Rinzetti se aburría, pero le gustaba ese aburrimiento, paseaba por la casa con rumbo incierto, tarareaba alguna canción que no conocía, escribía una novela que no escribía, hacía un crucigrama que nunca acababa, era como una Penélope ante el telar esperando a su Ulises. Hasta que poco a poco el sueño le iba invadiendo, se tumbaba sobre la cama y se dejaba ir como se deja ir un barco cuando se le corta la amarra. Dormía hasta las cinco de la mañana cuando el despertador lo sacaba de sus sueños. Ducha fría, café caliente y camino al estudio para hablar.
Hablar a la gente que recorría la noche desesperada,  sin rumbo fijo,  como, sonámbulos,  buscando algo que les despertase,  buscando una señal.
Pero aquella noche no había dormido nada. El sueño no llegó nunca.
En algún momento de la noche, Rinzetti se hartó de hacer crucigramas, cansado pero sin sueño se sentó en el sofá y encendió la vieja radio de la, mesita. Alguien la había dejado sintonizada en su emisora. Laura hablaba con su voz de terciopelo. La radio embellecía aún más las voces de los, locutores. Rinzetti se percató de que era la primera vez que escuchaba a Laura por la radio. En los dos años que llevaban emitiendo Cuarto del Alba, sólo había escuchado los cinco minutos del final del programa, siempre en directo. Se dejó enredar por su voz. Hablaba de la receta de un potaje que había pasado de generación en generación en su familia. Un potaje con ingrediente secreto.
El potaje le recordó a Encarna. Cuando llegó a casa aquella mañana, no había comida hecha. Al principio pensó que estaría enferma, aunque le resultó extraño porque Encarna no había faltado ni un día en los cinco años que llevaba trabajando para él. Luego al acercarse a la nevera para ver qué podía picar encontró el post-it. No volveré a esta casa. No lo entendía.
Sin más, no había dejado más nota ni señal. No volveré a esta casa.
Rinzetti no lo entendía. Siempre habían mantenido una buena relación, bueno una no relación, pero les funcionaba, se ignoraban pero se completaban el uno al otro. ¿Por qué se marchaba de aquella manera tan repentina? Pensó que la llamaría al día siguiente, luego pensó que quizá, no, luego quizá sí.
Algo extraño pasó, que le arrancó de su bucle de pensamiento. La radio, estaba en silencio. Fueron apenas unos segundos, Laura volvió a retomar el hilo, pero Rinzetti se llevo las manos al corazón. Se había asustado. Había levantado la mirada y sus ojos se posaron en un cuadro. En él había un hombre y una mujer que se separaban con violencia. No recordaba bien de dónde lo había sacado,  tampoco sabía si le gustaba. ‘Casa de dos’, se llamaba. Laura hablaba ahora de su abuela y de cómo mataba a la gallina del potaje. A Rinzetti le pareció bastante desagradable así que apagó la radio, y se preparó para ir a trabajar. Recorrió su rutina de la mañana hasta que llegó a las instalaciones de la emisora. Se deslizó, como siempre a las 5:55 de la mañana, en el estudio.
Laura estaba allí. Le sonrió. Nunca lo había hecho. Normalmente le obviaba, y seguía hablando,  esta vez mientras hablaba le dedicó una mirada con una sonrisa y se preparó para despedir el programa. Son las 5:55 de la mañana, en nombre de todo el equipo se despide Laura Serrano, gracias por escucharnos, esto ha sido Cuarto del Alba. Hubo un breve suspiro. La sintonía de adiós empezó a sonar pero Laura no se levantó como de costumbre, ni se quitó los cascos, ni salió del estudio. Sentada, parecía que esperase una reacción. La canción terminó. Sonreía. En el reloj del, estudio dieron las seis. Laura batió sin prisa sus párpados. Mientras, miles de personas escuchaban el silencio, al amanecer.

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